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Emilia, Claudia, Kant y el ornitorinco

Publicado: 2011-05-04

Cuando Emilia murió, Claudia lloró durante cuatro días sin salir ni una vez de su cuarto. Avergonzada por el estado de su rostro, sobre todo el de sus ojos, pidió que le trajeran comida de vez en cuando, pero no quiso dejarse ver por nadie en esos días. No fue al funeral, no visitó a los hijos de Emilia, y solo almorzó un par de veces, de resto solo bebió agua y fumó cigarrillos.  Mientras lloraba sin querer controlarse, escribía sin cesar sentaba en su cama con la computadora quemándole las piernas. Escribió en esos días 12 poemas tristes, 3 cuentos irónicos, y 1 ensayo sobre la vacuidad del periodismo, teoría por la que Emilia muchas veces la había confrontado. Discrepar las hizo adorarse.

Claudia quiso profundamente a Emilia desde el día en que se conocieron en la casa de su pseudo-cuñado Pedro Ponce, esa casa tan bonita y derruida donde Ponce tantas fiestas hizo para la crema de la crema de la intelectualidad cool que tuviera a su alcance.  Cualquier excusa servía para comer paté y queso y hummus, pita, aceitunas y cucús y reunir gente importante con pedantería banal. Había no menos de 50 personas, pero el elemento perturbador y excitante era, en esta ocasión, la presencia de, nada más y nada menos, que Umberto Eco  y Carlos Monsiváis. La gente no sabía qué hacer, estaban todos allí eufóricos de ego, de felicidad de roce, de admiración genuina, por el anfitrión, inclusive. Era un hito histórico personal para muchos de estos cumbieros intelectuales. Y ciertamente también lo fue para Emilia y Claudia, pero no por los dos pensadores, sino por lo que ellas mismas lograron pensar en el sofá de esa casa.

La fiesta entera estaba afuera, en el patio, sonriendo o frunciendo el ceño hasta el dolor para adornar con gestualidad extrema sus interesantísimas conversaciones, una más profunda e ingeniosa que la otra, muchos de los habituales de este jardín de reunión estaban bebiendo con cuidado para no meter tanto la pata porque esta vez, en verdad, había razones para lucirse, y entre birkenstocks, maricometros y collares de semillas, semióticos, diseñadores, filósofos, hijos de artistas plásticos famoso, poetas, editores y muchos periodistas, la velada transcurría con absoluta conformidad.

Emilia,  que había dejado a sus hijos con su esposo en casa, para poder estar manos libres un rato en la fiesta del hombre que nunca se casaría con su hermana Luisana, esa casa tan llena nada. Emilia se sentía, como siempre, un poco fuera de lugar y estaba sentada sola dentro de la casa tratando de no tomar tanto vino. Se puso a ojear los libros de mesa de Pedro, y se interesó mucho por uno muy grande y bellísimo de fotografías de mujeres de Annie Lebowitz, tal cual Vogue o Vanity Fair, pero serio, con un largo y divertido prólogo de Susan Suntag, por supuesto. Emilia leyó las 16 páginas del prólogo, con sus letras  enormes como para niños y lo disfrutó un montón, y luego se puso a ver las fotos una por una. La impresionaron varias, la mujer barbuda, las bailarinas de broadway, pero la que realmente la atrapó fue una en blanco y negro de una mujer en el corredor de la muerte de una cárcel gringa. Estaba justo mirando los ojos de esta mujer, sintiendo un dolor muy raro, ajeno, pero no, cuando entró Claudia a la sala.

Claudia había llegado tarde a la reunión, ese mañana había tenido que filmar un reportaje sobre unos narcotraficantes mexicanos arrestados a tres cuadras de su casa días antes y cuando llegó a su departamento a cambiarse para ir a la fiesta y encontró a su bebé y a su esposo haciendo la siesta de la tarde, sintió una ganas sobrehumanas de quedarse, así  que se acostó con ellos y se quedó dormida unas horas. Su esposo la despertó y le recordó que tenía que ir a la reunión y sin ningún ánimo, pero llena de ese sentido del deber que la caracterizara hasta la tumba, se vistió y se fue. Pedro Ponce, el anfitrión, era, en ese momento, un contacto clave con la prensa local. Tenía que ir.

Claudia entró a la fiesta, fue directo al jardín y saludó casi al 60% de las mesas, una por una.  La recibieron como a una princesa, quizás porque Claudia conocía hasta el más mínimo código de decoro social latente en no menos de 150 países, y es, por consiguiente, una mujer muy seductora, 30 años de viajes incesantes la habían moldeado bien, pues viajó mucho desde niña, primero con sus padres diplomáticos y más tarde en la vida por ella misma, por trabajo. Claudia parecía más una embajadora que una corresponsal y lo sabía, por eso estaba en esa casa y no en su cama, con su marido y su hijita. Saludó, besó y abrazó a unas 45 personas, entre ellas a Eco y Monsiváis, ambos habían sido entrevistados por ella en el pasado. Había traído consigo el último libro de Eco, Kant y el ornitorrinco, una compilación de ensayos que en realidad no entendió, no era para ella sino para especialistas en semiótica, pero qué importa, era de Eco, Umberto, para ella, tenía que tener, leer y traer el libro, le había parecido un gesto importante pedir la firma, tanto por tener el libro autografiado como por brindarle a él ese mínimo tributo. Después de un rato, tomó una copa de vino, dio un par de vueltas por la reunión, y con una sensación absurda de soledad, decidió dar un vuelta por la casa para no mostrar en público lo que sintió como un halo de tristeza en su mirada.

Atravesó el pasillo trasero entre el patio y la sala y de lejos vio a Emilia, a la preciosa Emilia e insegura, sentada con las piernas juntísimas, con su vestido de seda azul, el mismo de siempre, un vestido hermoso pero como de viejita, como heredado, y hoy con una gota de vino sobre la pierna derecha, llevaba sus botas negras de punta de hierro, las del taller de escultura. Claudia la vio concentrada en el libro abierto sobre ese regazo hermético y se acercó por curiosidad de saber qué estaba mirando tan fijamente y con tanta nostalgia y esa extraña rigidez tan sexy. Estaba mirando el lindísimo rostro de una mujer condenada a muerte, fotografía tomada en la sala de visitas de la cárcel, reja de por medio. Claudia caminó hacia Emilia lentamente con su vestido blanco, se disfrazó de hada, estaba preciosa ella también, así lo planificó, al menos. Llegó hasta el sofá y se sentó al lado de la desconocida y absorta Emilia:

―¿Qué estás viendo?

Pregunto una vez sentada al lado de Emilia, quien levanto la mirada muy lentamente y respondió con una sonrisa:

―Un libro magnífico de fotografía que estaba aquí en esta mesa, lo mejor de esta fiesta, creo.

Y ambas se miraron con complicidad, el desdén por la presencia de los cerebros famosos era muy placentero.

― ¿Qué haces sentada sola en esta sala?

Preguntó Claudia, y el sonido de su propia voz en esa pregunta la molestó, sintió que sonaba insinuante o seductora y se sintió ridícula.

―¡Qué pregunta tan íntima! ―dijo con una sonrisa―¨Si te soy sincera, estoy aquí sentada sola porque estoy despechada y tengo miedo de que alguien lo note, el ser humano es agresivo con la gente que se ve débil.

Fascinada con la respuesta, con las sinceridad y la ironía, nada más sabroso bajo el sol, Claudia decidió seguir curioseando y dijo:

―¿Qué te ha pasado? o ¿Por qué has pasado para sentirte así?

―¿En serio quieres saber?

Respondió Emilia y cerró el libro, lo puso sobre la mesa y se incorporó de nuevo en el sofá, pero ya no con las piernas tan juntas y la postura tan rígida, sino mas bien relajada, como si la pregunta la hubiera emborrachado de golpe, puso un brazo sobre el respaldar del sofá, dobló la rodilla y acomodú una pierna sobre el asiento y entonces, totalmente volteada hacia ella, miró a Claudia a los ojos, quien sonreída, casi casi recostando su espalda sobre la mano de Emilia y encantada por el atrevimiento leve, esperaba el próximo giro retórico de esta mujer tan divertida y ciertamente inesperada, aunque clásica de estos espacios, de estas juergas.

―¿Cómo te llamas?

Dijo Emilia con gesto muy serio ahora.

―Claudia

―Ya, Claudia, mira, estoy despechada, desencajada y enrarecida porque apenas hace dos días encontré un diálogo entre mi esposo y una mujer que no conozco donde él mencionó la palabra amor una vez , y donde se prometían un encuentro en algún momento cercano. Fue tan inesperado para mí que desde que lo leí no he podido comer ni dormir bien. Me despierto en la madrugada esperando darme cuenta de que todo fue un sueño, solo para corroborar que en efecto ha sucedido y llevo tanto tiempo estudiando que ya olvidé cómo es la vida real, cómo trabajar, cómo estar sola. Si se va, si me deja, si lo tengo que dejar, no sé qué haré. Estoy rota por dentro.

Emilia dijo todo esto como quien dispara a matar y Claudia sintió deseos de huir y a la vez de saber más, pensó en su propia situación, se sintió muy incómoda y a la vez vio duplicarse su curiosidad y, como si alguien más hubiera entrado en aquella sala, se escuchó a sí misma decir de una forma que casi podría llamarse involuntaria:

―Qué desagradable, te entiendo perfectamente, a mí me ha sucedido lo mismo.

Ambas guardaron silencio por un momento, sonriendo y pensando, sin saber qué más decirse entre sí, entre extrañ!s, ¡joder!. Después de un silencio incómodo, Emilia le contó a Claudia que su esposo viajaba todo el tiempo, que era periodista y que durante esos viajes hacía ese tipo de cosas, unas veces sólo por escrito, otras veces con algún tipo de encuentro físico incluido, pero que era algo relativamente recurrente, pero dijo también que esta vez había sentido algo diferente. Emilia sentía que esta vez había logrado identificar con claridad un momento previo de su vida en el que sintió que algo en su interior se había roto irremediablemente.

Emilia había logrado divorciarse de su primer esposo, Ramiro, padre de sus hijos. Y había conocido a su esposo actual en una conferencia de semiótica organizada por la agencia de noticias para la cual él trabajaba y ella hubiera querido trabajar. No era nada bueno estar de nuevo con el corazón partido, muy malas noticias, muy malas, era un poco tarde para estas cosas. Así es que descompuesta, y después de haber dicho algo tan vergonzoso como sentirse rota por dentro, Emilia volvió a mirar a Claudia a los ojos y esta vez se notaba que deseaba llorar, pero sonrió, de inmediato comenzó a reírse, con timidez, quería liberar a Claudia de la responsabilidad de consolarla.

―En realidad sé muy bien lo que sientes, no sé si me he roto, como dices estar tú, pero sé lo doloroso que es darse cuenta del vacío que hay en el hogar de uno. Sé lo que es sentir que un ser externo e inocente de la realidad, incluso ingenuo, quizás, le ha permitido al compañero de uno drenar, de la forma más excluyente, los problemas que en realidad son de la casa, o sea, privados. Sé lo que es sentirse fuera del marco de tu propia vida. ¿Y tú cómo te llamas?

―Emilia.

Claudia continuó:

― ¿Sabes qué? Yo encontré también un chat de  mi esposo recientemente con una mujer 7 años mayor que yo, y esto, aunque suene raro, me hace sentir insegura, le temo a lo que ella pueda saber que yo desconozco.  Mi esposo es muy bestia y deja todo abierto siempre y no me aguanto y espío un poco cuando lo veo actuando raro y lo que me aterra es que siempre encuentro algo cuando él se pone así, distante, enrarecido, siempre se le nota y no hay manera de que admita que tiene patrones y que todo eso proviene de la inmadurez. No es la primera vez para mí tampoco que encuentro un chat insinuante de él con una mujer, pero esta vez, a diferencia tuya, a mí me importó menos que en las ocasiones anteriores.

―¿Por qué crees que te importó menos?¿Lo quieres menos que antes?

―No, para nada

Emilia, sentada todavía de lado, y aún recostada sobre el respaldar y con la misma pierna sobre el sofá. Ambas se habían entregado a la conversación como si se conocieran de toda la vida. Claudia respondió con vehemencia, la idea de transmitir la imagen de que quería menos a su pareja ahora que antes la espantó.

―No, no, no, de verdad, para nada, creo que lo quiero más que nunca, lo que pasa es que yo hice lo mismo, me escribí por chat también con un hombre casado, hice los mismo y de la misma manera, hice exactamente lo mismo.

Emilia dudó de admitir se parte, su debilidad, esperó un momento, se enderezó un poco, se pasó las manos por la cabeza como para peinerse un poco, casi respondió con otra pregunta, incluso, pero era demasiado placentero hablar con tanta sinceridad y no pudo sostener su decisión de ser más discreta, esa determinación que cada fn de año encabezaba la lista de metas el 31 de diciembre y admitió:

―¿En serio? ¡qué curioso y terrible! ¿puedes creer que yo también, que yo también le escribí un poco de amor a un tipo que no me pertenece y no conozco casi?

Quedaron allí sonreídas por unos segundos, digirindo y pensando, hasta que Emilia le preguntó a Cladia sobre el libro ahora autografiado:

―¿Lo leiste?

―Sí, pero no soy especialista, oye, ¿Cómo te llamas además de Emilia? ¿quién eres? ¿a qué te dedicas? Es más, ¿qué haces aquí?

Las dos comenzaron a reír, de placer y de adrenalina por tantas confesiones, tanta incomodidad casi sexy.

―Bueno, soy Emilia González, hermana de Luisana, ¿la conoces? ¿la co-afitriona? Estudio justamente semiótica, una maestría que jamás culminaré porque mis hijos, mi marido y mi psique seguramente no me lo permitirán y el único ensayo que más o menos logré realmente procesar de ese libro que tienes en las manos es justamente el que lo titula, “Kant y el ornitorrinco”. En realidad no sé qué hago aquí, sola y sin mi familia, supongo que quizás tenga también que ver con tratar de evitar chatear con mi amigo casado también, porque lo que antes me pareció tan inocuo, privado y sencillo, ahora se siente como un error estructural de mi manera de manejar el mundo. Pero en fin.

―Qué graciosa eres …¿y cómo se llama tu esposo?

―Juan Carlos, ¿Y el tuyo?

Dijo Emilia

―Andrea

Ambas sintieron ese frío epidural anestésico y de parto artificial que les recorrió el eje del cuerpo y casi al unísono y temblando dijeron:

―¿Y tu amante del chat?

Las dos mujeres se miraron las caras y los dos nombres de sus respectivos compañeros cayeron al suelo y parecieron quebrarse como copas de vino tarde en la madrugada.

Emilia se sintió mareada y huyó al baño y Claudia simplemente se quedó allí sentada, esperándola, aterrada. Se fueron juntas, Emilia condujo en silencio hasta un café a unas cuadras del lugar y allí estuvieron horas. Cuando lograron parar de conversar y agredirse, de reír, de ironizar y cuando las ganas de llorar cesaron, Emilia condujo a Claudia hasta su casa y por fin supo donde vivía aquel hombre que tantos momentos de desfogue le había brindado, que tantas fantasías le había generado y desde su auto se despidió de los dos, de él y de ella. De esa mujer maravillosa que acababa de conocer, pero que nunca podría ser su amiga.

Al llegar a casa, Emilia comenzó una discusión con Juan Carlos que duró hasta el amanecer, para luego despertarse ansiosa a las 8 am con menos de tres horas de sueño. A las 9 de la mañana sonó el teléfono de la casa mientras ella marcaba el número de Claudia desde su celular y era la misma Claudia. Así comenzó la amistad entre estas dos mujeres.

Emilia, sin embargo, dijo la verdad cuando habló de llevar algo roto por dentro y un par de años más tarde, desarrolló una debilidad física que nunca admitió ante nadie, fue perdiendo fuerzas y después de un tiempo cayó en cama. Claudia dice que Emilia murió de tristeza y aun no sabe como dejar de sentir que fue su culpa.

 Era 1997 y él acababa de publicar Kant y el ornitorrinco.


Escrito por

Rebeca Blackwell

Socióloga y cuentista, estudiosa de las modas ideológicas, las justificaciones de la injusticia y las caracterizaciones culturales del amor.


Publicado en

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